Los niños que se mueren,
pueden elegir entre saltar durante el día sobre camas de
hormigón dulce, o comerse las sábanas muy lento, con
los ojos cerrados y felices.
El privilegio de la franela. Dos centésimas de miedo para
que suelten su mano: por la avenida se agarran de la
punta de mis dedos, mordiéndome, mamá.
Ya no tengo piernas y canto muy bajito,
buscando en un lugar cerca de mi padre,
así que ellos me hacen compañía antes de llegar a casa.
Qué alegría en el vestíbulo:
soy tan blandita que no puedo morir.
Tengo amigos sin sueño ni pijama.
Huelen a víspera de festivo,
y convierten los termómetros en un cuento de
buenas noches, y han muerto y sin embargo
confían en enero igual que en las ventanas
y la voz de la nieve.
Así es la vida de los niños que se mueren.
Acolchada. Muy dulce.
Es tan bello extinguirse siendo niño...
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